Fray Perico y su borrico
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Esto eran veinte frailes...
Pues señor: esto eran veinte frailes que vivían en un convento muy antiguo,
cerquita de Salamanca. Todos llevaban la cabeza pelada, todos llevaban una
barba muy blanca, todos vestían un hábito remendado, todos iban en fila, uno
detrás de otro, por los inmensos claustros.
Si uno se paraba, todos se paraban; si uno tropezaba, todos tropezaban; si
uno cantaba, todos cantaban. Daba gusto oírles trabajar. Uno serraba la madera,
otro pelaba patatas, otro cortaba con las tijeras, otro golpeaba con el martillo,
otro escribía con la pluma, otro limpiaba la chimenea, otro pintaba cuadros, otro
abría la puerta, otro la cerraba.
Kikiriki, cantaba el gallo: todos los frailes se levantaban, se estiraban un
poquito y bajaban a rezar. Tan, tan, tocaba la campana fray Balandrán: los
frailes corrían a comer o a cantar o a trabajar. Todos rezaban juntos, estudiaban
juntos, abrían y cerraban la boca juntos.
Fray Nicanor, el superior, era un fraile alto, seco y amarillo; tenía una larga
nariz y unos brazos muy largos. De cuatro zancadas recorría el monasterio. Era
muy bueno y tenía fama de sabio, aunque había otro más sabio que él, pues
tenía en la cabeza metidos todos los libros de la biblioteca. Un millón poco más
o menos. Le preguntabas los ríos de Asia y lo sabía; le preguntabas cuántas son
ocho por siete y lo sabía. ¡Lo sabía todo!...
Este fraile era fray Olegario, el bibliotecario, que tenía ciento y pico años.
Estaba más arrugado que una pasa y más encorvado que el mango de su
bastón. Tenía reuma y cuando llovía se le hacía más pequeña una pierna.
Los frailes se pasaban todos los días rezando, leyendo libros muy gordos,
durmiendo poco, trabajando mucho.
Había una imagen de San Francisco en la iglesia, y los frailes le tenían mucha
devoción. Fray Bautista, el organista, un fraile pequeñito y vivaracho como una
ardilla, tocaba en el órgano las mejores cosas que sabía. Pero era un pesado.
Había un fraile que se pasaba dando vueltas a la chocolatera todo el día.
Hacía chocolate de almendras. Este era fray Cucufate, el del chocolate. Fray
Pirulero, el cocinero, era regordete y colorado, como todos los cocineros, y tenía
los pies anchos. Andaba de lado, como los patos, y tenía un gorro blanco en la
cabeza. Pues déjate que fray Mamerto, el del huerto, ¡pasaba con cada brazada
de zanahorias!... ¡Con lo que le gustaban a San Francisco las zanahorias! Pero
del pobre San Francisco nadie se acordaba. Algunas veces le sacaban en
procesión, le daban una vuelta por el pueblo y en seguida a casa.
Los frailes no jugaban nunca. Con trabajar les sobraba. Allá en el torreón
estaba todo el día fray Procopio, el del telescopio; estaba calvo de tanto hacer
cuentas y experimentos con frascos y líquidos. Un día mezcló bicarbonato,
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
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ácido sulfúrico y un poquito de lejía, y la que se armó. ¡Cataplum! La capucha
salió por un lado, las sandalias por otro, y el gato por otro, con el rabo
chamuscado. Bueno, fray Silvino tenía la nariz colorada de tanto oler el vino, y
los pies negros de pisar las uvas. Otro que trabajaba mucho era fray Ezequiel, el
de la miel. Era un hombre dulce y hablaba muy bajito. Goteaba miel hasta por la
barba. Las moscas le seguían por todas partes, hasta cuando se iba a la cama.
Punto y aparte era fray Rebollo, el de los bollos. Era el panadero. Iba siempre
manchado de harina de pies a cabeza.
Y qué frío debía de pasar San Francisco en el altar. El aire se colaba por
debajo de la puerta como Pedro por su casa. San Francisco se metía las manos
en los bolsillos cuando nadie le veía. Para colmo de males, un día se abrió una
gotera en el techo y empezó a caerle agua encima.
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Menos mal que fray Balandrán, el sacristán, le puso un paraguas aquella
noche. Los frailes, al día siguiente, se dieron cuenta de que la iglesia se estaba
desmoronando de puro vieja. Entonces se dispusieron a arreglarla. Se
remangaron los hábitos y uno subía las piedras, otro clavaba un clavo, el otro
ponía un tablón, el otro hacía la argamasa. Ningún fraile estaba ocioso. Fray
Olegario era el arquitecto. El peor era fray Simplón que, cuando no se caía de
las escaleras, clavaba un clavo al revés, o se le caía el cubo encima de la cabeza,
o ponía los ladrillos torcidos.
También metía mucho la pata fray Mamerto, pues era sordo como una tapia.
Le pedías un ladrillo y te traía un martillo, le pedías la sierra y te traía un saco
de tierra, le pedías un clavo y te traía un nabo, le pedías yeso y te traía un
queso.
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
¡Estamos arreglados! ‐dijo San Francisco.
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Fray Perico
Una vez estaba fray Nicanor, el superior, barriendo la iglesia, cuando llegó un
hombre rústico, gordo y colorado, llamado Perico. Llevaba un pantalón de pana
atado con una cuerda. Miró al padre superior, se limpió la nariz con la manga y
dijo:
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Déjame la escoba, hermano. Yo te ayudaré.
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Pero si ya he terminado.
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Así lo hizo, y al terminar se acercó al padre superior y le dijo:
Pues barreré otra vez.
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El superior se agarró la barba un buen rato y repuso:
Me gustaría barrer la iglesia todos los días y ser fraile como vosotros.
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Tendrás que pasar frío.
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Lo pasaré.
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Tendrás que pasar hambre.
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La pasaré.
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Y tendrás que dormir poco.
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El abad se sonrió y le preguntó:
¡Uf!, no sé si podré. Algunas veces me duermo de pie.
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¿Cómo te llamas?
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El abad tocó la campana y los frailes acudieron de todos los rincones del
convento y rodearon a Perico. Entonces el abad les enteró de que aquel hombre
quería entrar en el convento. Los frailes, al verle tan colorado, tan rústico y con
aquellos calzones de pana y aquellas botas, le preguntaron:
Perico.
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¿Sabes leer?
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No.
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¿Sabes escribir?
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Tampoco.
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¿Sabes hacer cuentas?
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Sólo con los dedos.
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Entonces, ¿qué sabes hacer?
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Los frailes le dijeron que eso no servía para nada y se marcharon dando un
portazo. Perico se quedó solo en la iglesia y se puso a llorar en un banco; le
caían unos lagrimones tremendos. San Francisco se compadeció de él y le dijo:
Yo sólo sé contar cuentos muy bonitos.
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¿Por qué no me cuentas un cuento?
‐
¿Te gustan?
‐
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
Claro que me gustan. Estoy tan aburrido...
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Perico le contó un cuento de un zapatero que hacía zapatos maravillosos
cosiéndolos con la punta de su nariz, y San Francisco se partía de risa. Cuando
estaba a la mitad del cuento llegaron a rezar los frailes y se extrañaron mucho al
ver a Perico allí.
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¿Qué haces?
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Estoy contando un cuento a San Francisco.
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Bueno, pues al día siguiente se lo encontraron otra vez delante del santo. Y se
quedaron perplejos al ver que había traído una vaca y una cabra.
¡Eres tonto! ¡San Francisco te va a escuchar!...
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¿Qué hacen aquí esta cabra y esta vaca?
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Los frailes miraron a San Francisco para pedirle perdón.
Se las he traído a San Francisco por si las quiere.
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Los frailes se rascaron una oreja. San Francisco nunca se había reído.
¡Se está sonriendo! ‐dijo fray Simplón.
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Perico dio un salto y abrazó a todos los frailes. El padre superior le puso el
hábito y le dio su bendición.
Está bien ‐dijeron‐. Te puedes quedar en el convento.
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Fray Perico salió corriendo y tocó la campana con tanta fuerza que rompió la
cuerda.
Te llamarás fray Perico y tocarás la campana.
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Nos has hecho cisco la cuerda ‐dijeron los frailes‐. ¿Qué hacemos ahora?
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Cuando se despidió de su familia, que había venido a acompañarle, su padre
lloraba y él lo consoló:
Haremos un nudo ‐dijo fray Perico muy colorado.
‐
Los hermanos también lloraban.
No llores, padre, que San Francisco será un padre para mí.
‐
diecinueve hermanos?
El padre superior les dio la cabra y la vaca para que se las llevaran. Ellos se
fueron con bastante pena. Fray Perico, como era muy gordo, no cabía dentro del
hábito. El abad le puso un hábito de fray Sisebuto. Fray Sisebuto era muy bruto.
Una vez venía un toro desmandado y, de un puñetazo, le puso la cabeza al
revés. Cuando se enfadaba daba unos portazos que los cuadros del pasillo se
caían al suelo. Fray Perico, pues, se puso el hábito de fray Sisebuto, y fray
Jeremías, el de la sastrería, tuvo que recortarle un palmo de tela, pues fray
Perico era bajito.
Juan Muñoz Martín Fray Perico y su borrico
No lloréis, hermanos. No me quedo solo.
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